Territorio no es tierra. En la antigüedad occidental, es la expresión jurídica de la propiedad del suelo. Por lo tanto, los usos posibles de ese territorio deben ser validados como tales a través de un Estado que garantice esa propiedad… cuya forma y extensión expresan las relaciones de poder.
Con el tiempo, la noción de territorio ha evolucionado, ya sea de modo idealista como “espacio” (eso que está lleno de vacío), o de manera realista (eso que está lleno de existencia), en el sentido que Bourdieu le dio a la noción de “campo”. Hablamos de política.
Disputar, según la RAE, puede ser lucha, debate, aprendizaje o rivalidad. De allí que hablar de territorios en disputas nos actualiza en la situación nacional e internacional que vivimos estos días. Las palabras sirven para analizar las cosas.
Si hablamos de lucha, el territorio en disputa es objeto de guerra. Lo vemos en Europa. El conflicto exige doblegar la voluntad de combate del enemigo, con la destrucción de sus tropas, agotamiento de sus recursos y fijación de nuevas fronteras.
Quizás este rasgo es común a todas las guerras. Las imperiales en conquista de colonias (recursos naturales y trabajo esclavo); entre imperios, por la primacía (recursos naturales y hegemonía global); de liberación nacional, esas que buscan recuperar los recursos naturales propios, terminar con el trabajo esclavo y establecer un Estado. Es la lucha.
De allí que una política sin territorialidad sea quimera, así como un territorio sin política es colonial. El ejercicio de la suprema potestad de Estado –eso es soberanía– supone un determinado espacio geográfico donde esa potestad es exclusiva. Las naciones que aceptan tribunales extranjeros para impartir justicia –llamada prorroga de jurisdicción– no son tan países porque no ejercen la soberanía en plenitud. Es el debate.
También están los territorios teóricos. Los EE UU, por ejemplo, son sin duda excepcionales –o lo han sido– pero se perciben bendecidos por el excepcionalismo, que es un axioma metafísico. No falta en la historia un Sargón en Mesopotamia o un Ramsés en el Nilo que hayan pensado lo mismo.
La historia tiene mala prensa, pues enseña la humildad. Además, el desafío teórico de los actuales acontecimientos no consiste tanto en validar tal o cual visión, sino de encontrar las categorías de análisis que rindan cuenta de los hechos cuando nos suceden. Es el aprendizaje.
Pero como los marketineros han reemplazado a los intelectuales (así lo demuestra el reemplazo de la palabra “pueblo” por “gente”) priman las modas y los instrumentos por sobre las filosofías y los objetivos. Es tiempo de rivalidad.
Esa rivalidad existe en Colombia, donde existe la posibilidad de una opción que restablezca la relación entre política y territorio en términos de soberanía: es Petro. La hay en Francia, donde surge una alternativa superadora de la socialdemocracia: es Mélenchon. La hay en el mundo, cuando Rusia, China y la India construyen una geopolítica multipolar, frente a un Occidente cada vez más alejado en la práctica de los valores que proclama en teoría. Es Assange.
Así, si territorio es un concepto político, y la disputa significa lucha, debate, aprendizaje y rivalidad, los territorios en disputas nos emplazan frente a realidades novedosas y terribles. “Nada se parece más a una forja que un mundo que se derrumba”, decía Hipólito Yrigoyen.